Por Nicolás Mateo
El capitalismo tiene más de 500 años gravitando en la vida de los hombres, y durante más
de un siglo, la humanidad ha transitado entre dos grandes sistemas económicos: el
socialismo, que prometió igualdad y justicia, pero terminó atrapado en el autoritarismo y
la ineficiencia; y el capitalismo, que genera progreso y riqueza, pero al precio de una
desigualdad creciente, que privatiza la ganancia y socializa la miseria, y una profunda
crisis ambiental y moral.
Ahora el socialismo real parece un anacronismo y el capitalismo muestra sus límites para
resolver la pobreza y distribuir equitativamente la riqueza, lo que hace que surja una
pregunta inevitable: ¿qué camino debe seguir la humanidad?
No se trata de volver atrás ni de idealizar modelos fracasados. Se trata de repensar el
sentido de la economía: pasar de un sistema centrado en la acumulación a otro orientado
al bienestar humano y al equilibrio con la naturaleza.
El nuevo punto de partida debe ser una ética del bien común. La economía no puede
seguir midiendo su éxito solo en términos de Producto Interno Bruto (PIB) o la
rentabilidad. El progreso debe evaluarse por su capacidad de mejorar la vida de los seres
humanos de forma colectiva, reducir las brechas sociales y proteger el planeta.
En esa dirección avanza la llamada “economía del bien común”, que propone medir los
resultados de gobiernos y empresas según su impacto social, ambiental y humano. No es
utopía: es un principio de supervivencia.
La Economía del Bien Común (EBC) es un movimiento de carácter socioeconómico y
político, propuesto inicialmente por Christian Felber en 2010, que defiende un sistema
económico alternativo fundado en la dignidad humana, la solidaridad, la cooperación, y la
responsabilidad ecológica.
Algunos proponen un capitalismo inclusivo o ético, donde la empresa asuma
responsabilidad social real, los trabajadores, más allá del salario, participen en la riqueza
que generan con su trabajo y el Estado garantice reglas más justas.
Otros van más allá y defienden un modelo poscapitalista, basado en la cooperación, la
economía solidaria y las nuevas formas de producción comunitaria.
El cooperativismo, por ejemplo, ha demostrado que es posible competir sin perder el
alma: empresas donde nadie se enriquece a costa de los demás, y donde la democracia
económica sustituye la lógica del lucro personal desmedido.
Un cambio de paradigma también exige una nueva política fiscal y global. No es aceptable
que un puñado de multimillonarios, que constituyen el 20 por ciento de la humanidad,
concentre más riqueza que el 80 por ciento de la población restante.
La renta básica universal, financiada por impuestos sobre la riqueza, la tecnología o los
recursos naturales, es una de las ideas más debatidas. No eliminaría el trabajo, pero
garantizaría dignidad y libertad básica para todos.
La renta básica universal es una propuesta de bienestar social que consiste en un pago
monetario periódico incondicional e individual que recibirían todos los ciudadanos de un
territorio, sin importar su situación laboral, económica a familiar, para así garantizar que
todas las personas tengan los recursos mínimos para cubrir sus necesidades básicas.
La revolución digital y la inteligencia artificial pueden convertirse en herramientas de
emancipación o de esclavitud moderna. Si el progreso tecnológico se pone al servicio del
capital especulativo, ampliará la desigualdad. Pero si se orienta al bien común, podría
liberar al ser humano del trabajo alienante y abrir una nueva era de creatividad y
bienestar compartido.
El desafío final es político y moral. La humanidad necesita una gobernanza global más
justa, capaz de frenar la evasión fiscal, regular la especulación y proteger los derechos de
los pueblos.
No se trata de destruir el mercado, sino de subordinarlo a la justicia social y al respeto de
la vida. El futuro no será socialista ni capitalista en el sentido clásico. Será, si logramos
construirlo, una civilización solidaria, donde la riqueza deje de ser privilegio de pocos y se
convierta en instrumento de bienestar para todos.
En definitiva, el problema de nuestro tiempo no es la falta de recursos, sino la falta de
conciencia de parte del sector de la humanidad que concentra la riqueza. El verdadero
progreso comenzará cuando entendamos que la economía debe estar al servicio del ser
humano, y no el ser humano al servicio de la economía.














