Manuel Campo Vidal
Madrid, España
Esa metáfora rural, aplicada a la política de hoy, la rescata Marcelino Iglesias, doce años presidente de Aragón. “Arar con los bueyes del corral”. Pirenaico de Bonansa (86 habitantes), Iglesias Ricou es aragonés de la Franja, o sea, catalano parlante. Hombre inteligente de frontera lingüística entiende a los de un lado y a los del otro. También a Núñez Feijóo del que “esperaba que viniendo de Galicia y del regional populismo heredado de Fraga, impusiera a su partido una visión territorial más abierta (…) Pero el conglomerado conservador de Madrid, que tiene mando en plaza, lo paró en cuanto hizo alguna declaración distinta sobre Cataluña”. Es ese poder que Enric Juliana define como “Madrid DF”, o “sottogoverno”.
No hay dos Españas, sino tres. La conservadora, la progresista y la de los nacionalismos periféricos; a veces unos se ponen trajes de izquierda, otros de centro, y algunos de derecha, o incluso de extrema derecha. Una lengua no es nacionalista en sí, como describe el alarmismo mediático; es cultura, tradición, patrimonio.
No más; y debe servir para entenderse allí donde se pueda hablar. La contradicción es que el nacionalismo catalán reclama expresarse oficialmente en cualquier instancia del país -cierto que hay más cátedras de catalán en Europa que en España- pero arrincona el castellano en sus escuelas. El daño a los alumnos es muy grave, porque cercena su derecho y limita su futuro desarrollo profesional; pero casi nadie se atreve a reprochárselo. Hoy tiene la sartén parlamentaria por el mango.
No hay que tirar ya más cohetes por la elección de Francina Armengol, socialista balear, como presidenta del Congreso. Buena elección para dialogar. Indica que Pedro Sánchez puede estar más cerca de renovar como primer ministro. Pero no es seguro.
Hay que conocer a los bueyes del corral; alguno, cuando se planta, hay que empujarlo con el tractor. Carles Puigdemont es de esa raza y otros, que lo temen, como Esquerra, pueden imitarlo.
Es hora de desclasificar las conversaciones particulares, por no decir secretas, que mantuvimos semanas, días y horas antes de la declaración de independencia -los ocho segundos de la República catalana- tratando de impedir lo que se temía. A petición del entonces conseller Santi Vila, que actuaba movido por su inquietud ante un enfrentamiento civil en Cataluña, circulé varios mensajes entre él mismo, Albert Rivera, Pedro Sánchez y María Dolores de Cospedal.
En la madrugada del jueves 26 de octubre de 2017 el Consell de la Generalitat acordó convocar elecciones; debía concretarse horas después en rueda de prensa de Puigdemont. Vila me lo anunció a las siete de la mañana. Cospedal, entonces secretaria general del PP, lo trasladó sobre las 9 a Mariano Rajoy. Albert Rivera me pronosticó que Puigdemont no convocaría elecciones “porque es un mentiroso compulsivo”. Pedro Sánchez fue claro: “Si convoca, no apoyaremos el artículo 155 interviniendo la autonomía. Si declara la independencia unilateral, o algo parecido, Rajoy lo activará y, aunque no necesita a los senadores socialistas porque tiene mayoría, lo apoyaremos por responsabilidad institucional”.
Es exactamente lo que pasó; Puigdemont no cumplió, Rajoy activó y Sanchez apoyó. Con esos antecedentes, nada se va a romper ahora, aunque lo que venga sea distinto y quizás no guste. España es muy difícil de gobernar por esa complejidad y por la abundancia de políticos imprevisibles.
“Hay que arar esa tierra árida y pedregosa -dice Marcelino Iglesias- pero el campo solo se puede sembrar de esperanza con audacia, tenacidad y con los bueyes que hay en el corral”. Solo con otros bueyes y otras estrategias, se podría construir algo distinto. Es lo que elegimos.