Por David R. Lorenzo
El discurso de odio es una variante de la libertad de expresión, que niega la existencia del otro, construye al adversario como una amenaza y el peor de los villanos y legitima acciones de violencia, magnicidio, asesinatos, encarcelaciones, golpes de estado y guerras.
Se abre paso enfermando a las sociedades, poniendo incluso en peligro la democracia de los países y la vida de sus dirigentes, como ocurrió recientemente en Argentina.
Para mi, los países de América donde más se practica el discurso de odio, son los Estados Unidos, Venezuela, Perú, Bolivia, Argentina, Bolivia, Colombia, México y Nicaragua.
En estos países por causa del odio se han producido intentos de destitución de presidentes, golpes de Estado, desconocimiento de gobiernos, asaltos a poderes del Estado, persecuciones, asesinatos, sublevaciones e intentos de asesinatos, como ocurrió con la ex presidente de Argentina, Cristina Fernández y hasta guerras de connotación mundial, como la de Rusia y Ucrania.
Ese discurso puede que comience con una semilla, como lo es el insulto, que es una forma de agresividad que tienen muchas personas de expresar y escribir sin filtros lo que sienten y piensan, y que jurídicamente es una especie de injuria.
El insultador intentar ofender, humillar, menospreciar, descalificar y degradar a un adversario, y se afianza cada día, a tal grado que ya es aceptado en muchas sociedades por su uso frecuente y la falta de consecuencias jurídicas.
Cuando se insulta, ya sea por motivos político, racial, religioso, sexo o condición social, muchos se llenan de satisfacción al descargar toda su ira contra personas que a veces no conocen o no la han tratado, y sienten mucho más placer, cuando otros iguales le siguen la corriente.
Entonces, del insultador casual o habitual, se pasa al odiador, quien no tiene misericordia con los demás, y su lexicología es bien amplia y variada, porque mientras más mentecato se es, más grosero y vulgar es su lenguaje. Este puede odiar hasta a quien no conozca, y llegar a tal grado de cometer cualquier crimen o delito en su contra.
Lo malo del caso, es que el odio ha encontrado modernamente su caldo de cultivo y su mejor medio de propagación en las plataformas sociales, en muchos medios de comunicación y en periodistas y en quienes se llaman comunicadores.
El odio puede propagarse tan rápido con una pólvora encendida, y puede enfermar a todo el mundo, o casi todo el mundo, como los integrantes de los gobiernos, congresos, tribunales, partidos políticos, cuerpos castrenses, agrupaciones civiles y a la población en particular.
Su expansión produce una pérdida de la calidad de la democracia de los países, porque el odio genera estigmatizaciones, descalificaciones, incomprensiones, diferencias irreconciliables y violencias simbólicas, psicológicas, y físicas, que incluyen persecuciones, apresamientos, desapariciones forzadas, asesinatos, golpes de estado y guerras, entre otras cosas.
No hay dudas, que de acuerdo a constituciones de la república, tratados internacionales, leyes y jurisprudencias, toda persona tiene el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia, opinión y expresión.
Pero, este derecho, a pesar de estar vestido de smoking, no es absoluto, ni puede ser absoluto, sino que tiene limitaciones, para evitar que se convierta en un tirano y pueda avasallar a otros iguales que él, como son el derecho al honor, la intimidad, la dignidad y la moral, la honra de las personas, el orden social y la paz pública.
En conclusión el discurso de odio es el grado de mayor intensidad del insulto, porque enciende una hoguera que genera violencia en todas sus variantes y viola todas las fronteras de la libertad de expresión.
Lo grave del caso, es que este discurso quienes construyen su esqueleto, lo cubren de carne y lo soplan para que tenga vida, son principalmente los gobernantes, dirigentes políticos, congresistas, y funcionarios.
Una vez cobra vida, se hace viral y se aloja en quienes contagia, tomado toda su mente y cuerpo, porque degusta sin saciarse. En su proceso de construcción se retroalimenta de los fanáticos y contagia también a los no fanáticos, hasta construir un mundo donde todos se acusan, nadie se entiende, todos se culpan y todos quieren destruirse. Su defensa son las ofensas y su mayor felicidad es la desgracia y la destrucción del otro.
Estos odiadores, queman en la hoguera la famosa frase que se le atribuye a Voltaire, seudónimo de François-Marie Arouet, que dice: “¡Qué abominable injusticia perseguir a un hombre por tan ligera bagatela! Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”.
Los odiadores no sólo queman en la hoguera a esa frase, sino que muchos quieren también, quemar en la hoguera a sus adversarios con todas sus familias y pertenencias. Que pena.
El autor es periodista y abogado de la República Dominicana