Angel Gomera
Ligera llovizna envolvía la noche, en aquel lugar en donde el silencio sentado en una mecedora, fumando una pipa con anhelos de paz, luchaba por mantener la calma ante el intenso y apasionado canto coral de distintos grillos.
Estos, elevando su cri – cri con tanta frecuencia, pretendían no importunar la noche, ni mucho menos impregnar aires de complicidad, ante el llanto amargo de una mujer, que momentos antes había sido golpeada por su esposo; de ninguna manera eran sus intenciones, sino más bien, querer transformar en colores de esperanzas aquel lúgubre momento.
Días antes, a ese hombre, se le había acercado alguien, a invitarle a una charla que versaba sobre el amor en la familia y el matrimonio; este negándose respondió: para qué ir, si él estaba bien.
En otro momento cercano a ese triste acontecimiento, también se le había invitado a un taller sobre resolución de conflictos en la familia, cultura de paz en el hogar y manejo de ira, y de igual manera con un ejercicio de soberbia y egocentrismo dijo: ¡que para qué! Si él lo hacía bien, y además que le iban a enseñar.
Lo lamentable es que él se creía que lo estaba haciendo tan bien, aunque quizás nunca se imaginó que su oropel machista era observado muy de cerca por su hijo más pequeño de apenas seis años; quien, reaccionando al tratar de consolar a su madre.
Ésta hecha un río de lágrimas negras y atiborrada de sufrimientos, a causa de aquel infame que, en vez de colmarla de felicidad y amor, marcaba su vida con el dolor y la desesperanza, le dijo sin timidez ninguna con un vaso de agua en sus manitos: ¡toma mami y no te preocupes que cuando yo sea grande voy a matar a mi papá!
Pero ese hombre envuelto en su altivez, con ínfulas de un ̈todo lo sabe ̈, a lo mejor dejándose arrastrar por un pasado amargo e infausto, repetía y repetía que él vive bien, pero dentro de unos años va a tener que defenderse de su propio hijo. Es que tal como bien expresa San Agustín de Hipona: ¨̈La soberbia no es grandeza, sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano ̈.
No reconocer la soberbia conlleva a destruir tu propia vida y las de los que te rodean. Por lo que una actitud valiente, inteligente y humilde, es procurar la ayuda oportuna que te direccione al mundo de lo racional.
Cuántas historias así, se están escribiendo en nuestra sociedad día tras días, llenando de vacíos y llagas de grandes dimensiones emocionales a hijos convertidos en víctimas por una paternidad irresponsable, y con la posible amenaza de que repliquen estos patrones, de no ser intervenidos a tiempo con procesos restaurativos.
Esto se convierte en un desafío apremiante de todos y todas, por lo que es deber involucrarnos de la mano con políticas públicas definidas, integrales y permanentes en el ámbito familiar.
Ahora bien, para que los diseños de esas políticas tengan resultados efectivos y eficaces, debemos como ciudadanos de manera particular, asumir el compromiso ineludible ante el estado y la familia, de ser garantes de una educación en valores partiendo del vivo ejemplo; sin olvidarnos nunca, así como bien planteó Sigmund Freud al decir que: “no creo que haya ninguna necesidad más grande en la niñez que la de la protección de un padre”.
De ahí que como progenitores es necesario cuidar nuestros pasos, si nos desviamos del camino, rectificar a tiempo; si un pasado se interpone, romper la atadura y agarrarse del presente con miras al futuro.
Además, debemos estar siempre dispuesto a escuchar para comprender sin validar los pretextos; reconociendo que tenemos el poder de influenciar positiva y negativamente en aquellos seres que están pisando nuestras huellas y recordando atentamente, que sin tener la capa de Superman siempre podremos ser los héroes que esperan los tuyos. ¡Ama y así no te preocuparás!